Cualquiera que la haya visto correr por la cuesta que lleva hacia su casa habrá pensado que tanto apremio es por llegar tarde a algún evento con hora de inicio prevista. Nada más lejos de la realidad.
Abre el portal jadeando por el esfuerzo y sube las escaleras en cuatro zancadas. Entra en la casa y grita:
-¿Hay alguien?
No hay respuesta. Tira el bolso al suelo y lanza la carpeta encima de la mesa de la cocina. Mientras se desabrocha el abrigo echa una ojeada al reloj de pared; las siete y cuarenta y dos de la tarde. Abre la puerta de la nevera y saca la bandeja de los fiambres. Coge un trozo de queso y un tupperware con los restos de macarrones de la comida de ayer. Saca de la panera una barra de pan y arranca un trozo. Vuelve a mirar el reloj. Abre el cajón de los cubiertos, coge un tenedor y pincha de una vez tanta pasta como cabe. Se la mete en la boca y acaba de quitarse el abrigo que también deja caer al suelo. Corta con la mano un trozo de salchichón y antes de engullir los macarrones se lo mete en la boca. Mientras mastica se dirige al armario de los dulces. Coge el chocolate, las galletas y un bote con cereales. Se mete una galleta entera en la boca y acto seguido un pellizco de pan. Corta un trozo de queso y rebusca en el congelador. Al acabar de tragar se gira de nuevo en busca de los macarrones y esta vez con las manos, se mete un puñado en la boca. Sigue indagando hasta encontrar una tarrina grande de helado. Cierra con el pié la puerta. Saca una cuchara del cajón e intenta comerlo, pero aún está demasiado congelado y cuesta sacar una buena cucharada. Deja el helado abierto en la encimera de mármol y se mete de una vez un puñado de cereales. Se gira de nuevo a consultar la hora. Han pasado tres minutos. Continúa atiborrándose, devorando todo lo que está a su alcance y engullendo los alimentos a tanta velocidad como le es posible. Ahora ya no aparta la vista de las manecillas del reloj. Cuando las agujas marcan las siete y cuarenta y siete, traga lo que tiene en la boca y de una brazada aparta toda la comida arrinconándola a un lado. Han finalizado los cinco minutos que se había concedido.
Abandona la cocina y sube a la planta de los dormitorios, ahora ya sin prisa alguna. Prácticamente arrastrándose.
Entra en el baño, echa el pestillo y pone la báscula, que reposa apoyada en la pared, en horizontal.
Apoya la mano izquierda en la pared y la derecha en el mueble del lavamanos para aguantar su peso. Sube en la báscula con delicadeza, como con miedo a despertarla, y poco a poco se va dejando caer encima hasta soltarse por completo de sus puntos de sujeción dispuesta a enfrentarse al veredicto: cincuenta y ocho kilos, doscientos gramos.
Se arrodilla frente al retrete y en un gesto mecánico introduce los dedos índice y corazón en la garganta hasta producirse una arcada y vomitarlo todo. Al principio llegó a tener marcas de dientes en los nudillos por sus propias mordeduras. Ahora ya no. Devolver es para ella algo espontáneo, a penas le supone esfuerzo. Su cuerpo está ya tan acostumbrado que basta con producirse la náusea inicial y el resto viene solo.
Acaba, se pone en pié y tira de la cadena.
Se lava las manos, la cara y los dientes. Se incorpora y comienza a quitarse la ropa. Primero los zapatos, luego el cinturón, después los pantalones… cuando está totalmente desnuda se examina durante un rato ante el espejo. Se le marcan los omoplatos y los huesos de la cadera. Da la vuelta y gira la cabeza por encima del hombro para verse el culo. No le gusta lo que ve.
Coge de una estantería un bote de crema anticelulítica y un guante de crin. Se extiende la crema primero en una pierna y luego en la otra. También en la tripa. A continuación coge el guante y empieza a refrotarse los muslos con movimientos circulares. Cada vez más rápido y más fuerte, descargando su rabia. Tras unos minutos, resoplando, se detiene y se observa otra vez. Tiene la piel enrojecida.
Vuelve a coger el peso y repite el ritual. De nuevo apoya primero una mano en la pared, luego la otra en el lavamanos y se deja ir despacio, hasta soltarse por completo: cincuenta y siete kilos cuatrocientos gramos.
Rompe a llorar.
Baja de la báscula y le da una patada con el pie descalzo. Se sienta en el váter y apoya la cabeza entre las manos. Pasados unos minutos se sosiega un poco.
Abre un cajón, coge unas tijeras y las observa pensativa durante un rato. Con gesto resignado coloca el pulgar e índice en los orificios y empieza a cortar, uno tras otro, los mechones de su cabellera hasta quedar completamente trasquilada. Hay pelo esparcido por todos lados. Se pasa la mano por la cabeza palpando la forma del cráneo.
Vuelve a subir a la balanza, esta vez sin ceremonia alguna: cincuenta y siete kilos trescientos cincuenta gramos.
En un gesto enérgico, la agarra y la lanza con todas sus fuerzas contra el espejo rompiéndolo en mil añicos.
Se apoya en la puerta y se va escurriendo, despacio, hasta quedar sentada en el suelo. Llora víctima de un ataque de ansiedad. Se convulsiona y no puede contenerse. Tiene los ojos hinchados y parece que le vaya a estallar la cabeza. Finalmente se seca los ojos con el dorso de la mano y permanece inmóvil durante un rato, con la mirada perdida.
De nuevo se incorpora, recoge un trozo de espejo del suelo y se mete en la bañera. Pone el tapón y abre el grifo. Con la punta más afilada se hurga en la cara interna de una muñeca hasta que consigue hacer una incisión. Cuando esta empieza a sangrar, hace lo mismo con la otra.
viernes, 24 de abril de 2009
Cuestión de suerte
Suerte tenemos todos, la diferencia es que algunos la tienen buena y otros mala.
Yo nunca fui una chica con suerte, el día del reparto debí hacer pellas y por eso no me tocó. Que ya es mala suerte...
En cualquier caso, tengo un truco infalible para asegurarme la buena estrella siempre que la situación lo requiera: tengo un vestido verde.
Verde como el trigo verde, como el té, verde esperanza, verde como los tréboles de cuatro hojas.
Verde.
El simple hecho de encontrarlo ya fue un golpe de suerte. Entré por equivocación en una callejuela del barrio gótico y lo vi. Ahí estaba, colgado en el escaparate, rebajado al 70%, único y en mi talla. Perfecto.
Todo en él es perfecto. Su corte sencillo, el cuello redondo, la forma de la falda ligeramente acampanada, la ausencia de mangas, dos bolsillos rectos y grandes que le aportan cierto toque vintage y ese tacto cálido de la lana...
Salí de la tienda con mi precioso vestido envuelto en papel de seda y metido en una de esas bolsas que tienen cordones en lugar de asas corrientes y un lazo de raso para cerrarlas. A partir de ese preciso instante todo cambió. Ni siquiera fui consciente de ello hasta pasado un tiempo, pero desde ese momento contaba con mi particular as en la manga.
A primera hora del día siguiente tenía una entrevista de trabajo. Por esas circunstancias imprevisibles de la vida, mi despertador esa mañana no sonó. Cuando por fin abrí un ojo estuve a un tris caerme de la cama!! Apenas disponía de media hora para acicalarme y cruzar la ciudad para acudir a mi cita. Me enfrentaba a una misión imposible!
De un salto abrí el armario y me puse lo primero que tenía a mano: mi nuevo vestido verde. No había tiempo para la ducha, una ración generosa de desodorante sería suficiente. Tendría que valer. A fin de cuentas soy una señorita, no un camionero.
Arranqué la etiqueta de un mordisco y mientras hacía malabarismos por el pasillo de casa para subirme la cremallera, intentaba decidir que hacer con mi pelo para darle un aspecto mínimamente digno. Al levantar la cabeza para escupir el dentífrico me vi reflejada en el espejo. Sin más. La coleta que me había hecho con una mano mientras corría de un lado a otro en busca de mis zapatos era rematadamente genial.
De hecho, incluso los restos de rimel que cada mañana confieren a mi cara un aspecto de oso panda, esa mañana me concedían ese aspecto difuminado, de ojos sesgados que habitualmente intento lograr sin éxito durante horas ante el espejo.
Buen augurio.
Salí de casa a toda velocidad, con destino a la parada del bus y ahí estaba el 27, con sus puertas abiertas invitándome a entrar y tomar asiento. Normalmente suelo correr desesperadamente tras el autobús haciendo grotescas señales (con la sensación de ridículo que ello conlleva) para que el conductor se percate de mi presencia y se apiade de mí. Nunca funciona. Los conductores de autobús son seres sin alma.
En cualquier caso, esa mañana no. El tráfico era fluido, creo que llegué a contar hasta 12 semáforos en verde y no sé por qué extraña alineación de los planetas, apenas si hizo un par de paradas antes de llegar a la mía.
Llegué a mi cita cinco minutos antes de la hora prevista, tal y como se aconseja en los manuales del buen candidato.
Ni que decir tiene que conseguí el trabajo.
En otra ocasión me disponía a ir de fin de semana al pueblo, a casa de mis padres. Viernes tarde, maleta preparada y billete de tren comprado para evitar la cola de última hora. Al llegar a la estación bajé del taxi y al ir a pagar me di cuenta que no llevaba encima el monedero. Automáticamente mi cara enrojeció al empezar a pensar en cómo iba a decirle al taxista que no llevaba ni cinco encima. En un acto reflejo metí las manos en los bolsillos y de repente noté el tacto de un billete: 50 euros!! Créeme, yo nunca olvido dinero en los bolsillos y si lo hago, desde luego no de cincuenta. Magia.
Al entrar en la estación, oí por megafonía que anunciaban la salida inmediata. Bajé a toda prisa al andén y sin más preaviso, las puertas se cerraron en mis narices y arrancó. De nada me valió correr a toda velocidad (tanta como mis zapatos de 10cms de tacón me permitían) Ni los gestos más caricaturescos hicieron que el maquinista me esperara. Seguro que antes de conducir trenes llevaba autobuses.
Media hora después sonó mi móvil: mamá. Su voz sonaba alarmada
- Hija, dónde estás? Estás bien?
- Sí claro, esto... es que he perdido el tren.
- Gracias, a Dios! No te has enterado?
- No, qué pasa?
- Lo acabo de oír en las noticias, un coche se ha saltado un paso a nivel y el tren lo ha arroyado, ha descarrilado y hay decenas de heridos...
Llevaba puesto mi vestido verde.
Decidí ir a celebrar mi fortuna con unas amigas. Quedamos en el centro, en un pub que habían abierto un par de semanas atrás. Al abrir la puerta fué lo primero que vi.
Ahí estaba, tras la barra, sirviendo unas pintas de Guinness, ajeno por completo al revuelo que su presencia ejercía entre las féminas del local. Todo un adonis. Echamos a suertes quién iba a pedir. Piedra contra dos tijeras, gané por goleada.
Al acercarme a la barra las piernas me temblaban (aunque algo menos que la voz) y las manos me empezaron a sudar. Levantó la cabeza y al verme me lanzó una sonrisa celestial con sus dientes sublimes de anuncio de dentífrico.Tres rondas más tarde y respaldada por la confianza que el alcohol suele otorgar, anoté mi número de teléfono en el billete con el que iba a pagar y se lo di. De nuevo otra sonrisa arrebatadora.
Di media vuelta sobre mis talones y salí del garito con mis comadres a quemar la noche.
Sobre las seis de la mañana volvía a casa y al abrirse las puertas del ascensor ahí estaba él!!
De haber tomado drogas creería que estaba alucinando pero el rubor que notaba en mi cara y la alteración en el resto del cuerpo, evidenciaban que realmente aquello estaba pasando. Ni tan siquiera alcancé a decir un hola:
- Vives aquí?
- Hola a ti también. Estoy en casa de unos amigos por un tiempo, mientras encuentro algo. A qué piso vas?
- ...yoooo, al tercerooooo.
Mientras en mi cabeza pensaba “No, no vuelvas a sonreír o tendré que abalanzarme sobre ti”
Apretó el botón del sexto y tal como se volvió a girar, cogió mi cara con las dos manos y me besó. Fue el mejor beso de la historia, dulce, tierno, apasionado...
Empezamos a quitarnos la ropa a la misma velocidad que el ascensor subía. Al llegar a su piso seguimos avanzando por el pasillo en dirección a su cuarto.
Creía que íbamos a estallar de tanta excitación. Nos tumbamos en la cama ansiosos y en ese momento mi vestido cayó al suelo.
Lo que pasó a continuación... Adivina qué?
Gatillazo.
Yo nunca fui una chica con suerte, el día del reparto debí hacer pellas y por eso no me tocó. Que ya es mala suerte...
En cualquier caso, tengo un truco infalible para asegurarme la buena estrella siempre que la situación lo requiera: tengo un vestido verde.
Verde como el trigo verde, como el té, verde esperanza, verde como los tréboles de cuatro hojas.
Verde.
El simple hecho de encontrarlo ya fue un golpe de suerte. Entré por equivocación en una callejuela del barrio gótico y lo vi. Ahí estaba, colgado en el escaparate, rebajado al 70%, único y en mi talla. Perfecto.
Todo en él es perfecto. Su corte sencillo, el cuello redondo, la forma de la falda ligeramente acampanada, la ausencia de mangas, dos bolsillos rectos y grandes que le aportan cierto toque vintage y ese tacto cálido de la lana...
Salí de la tienda con mi precioso vestido envuelto en papel de seda y metido en una de esas bolsas que tienen cordones en lugar de asas corrientes y un lazo de raso para cerrarlas. A partir de ese preciso instante todo cambió. Ni siquiera fui consciente de ello hasta pasado un tiempo, pero desde ese momento contaba con mi particular as en la manga.
A primera hora del día siguiente tenía una entrevista de trabajo. Por esas circunstancias imprevisibles de la vida, mi despertador esa mañana no sonó. Cuando por fin abrí un ojo estuve a un tris caerme de la cama!! Apenas disponía de media hora para acicalarme y cruzar la ciudad para acudir a mi cita. Me enfrentaba a una misión imposible!
De un salto abrí el armario y me puse lo primero que tenía a mano: mi nuevo vestido verde. No había tiempo para la ducha, una ración generosa de desodorante sería suficiente. Tendría que valer. A fin de cuentas soy una señorita, no un camionero.
Arranqué la etiqueta de un mordisco y mientras hacía malabarismos por el pasillo de casa para subirme la cremallera, intentaba decidir que hacer con mi pelo para darle un aspecto mínimamente digno. Al levantar la cabeza para escupir el dentífrico me vi reflejada en el espejo. Sin más. La coleta que me había hecho con una mano mientras corría de un lado a otro en busca de mis zapatos era rematadamente genial.
De hecho, incluso los restos de rimel que cada mañana confieren a mi cara un aspecto de oso panda, esa mañana me concedían ese aspecto difuminado, de ojos sesgados que habitualmente intento lograr sin éxito durante horas ante el espejo.
Buen augurio.
Salí de casa a toda velocidad, con destino a la parada del bus y ahí estaba el 27, con sus puertas abiertas invitándome a entrar y tomar asiento. Normalmente suelo correr desesperadamente tras el autobús haciendo grotescas señales (con la sensación de ridículo que ello conlleva) para que el conductor se percate de mi presencia y se apiade de mí. Nunca funciona. Los conductores de autobús son seres sin alma.
En cualquier caso, esa mañana no. El tráfico era fluido, creo que llegué a contar hasta 12 semáforos en verde y no sé por qué extraña alineación de los planetas, apenas si hizo un par de paradas antes de llegar a la mía.
Llegué a mi cita cinco minutos antes de la hora prevista, tal y como se aconseja en los manuales del buen candidato.
Ni que decir tiene que conseguí el trabajo.
En otra ocasión me disponía a ir de fin de semana al pueblo, a casa de mis padres. Viernes tarde, maleta preparada y billete de tren comprado para evitar la cola de última hora. Al llegar a la estación bajé del taxi y al ir a pagar me di cuenta que no llevaba encima el monedero. Automáticamente mi cara enrojeció al empezar a pensar en cómo iba a decirle al taxista que no llevaba ni cinco encima. En un acto reflejo metí las manos en los bolsillos y de repente noté el tacto de un billete: 50 euros!! Créeme, yo nunca olvido dinero en los bolsillos y si lo hago, desde luego no de cincuenta. Magia.
Al entrar en la estación, oí por megafonía que anunciaban la salida inmediata. Bajé a toda prisa al andén y sin más preaviso, las puertas se cerraron en mis narices y arrancó. De nada me valió correr a toda velocidad (tanta como mis zapatos de 10cms de tacón me permitían) Ni los gestos más caricaturescos hicieron que el maquinista me esperara. Seguro que antes de conducir trenes llevaba autobuses.
Media hora después sonó mi móvil: mamá. Su voz sonaba alarmada
- Hija, dónde estás? Estás bien?
- Sí claro, esto... es que he perdido el tren.
- Gracias, a Dios! No te has enterado?
- No, qué pasa?
- Lo acabo de oír en las noticias, un coche se ha saltado un paso a nivel y el tren lo ha arroyado, ha descarrilado y hay decenas de heridos...
Llevaba puesto mi vestido verde.
Decidí ir a celebrar mi fortuna con unas amigas. Quedamos en el centro, en un pub que habían abierto un par de semanas atrás. Al abrir la puerta fué lo primero que vi.
Ahí estaba, tras la barra, sirviendo unas pintas de Guinness, ajeno por completo al revuelo que su presencia ejercía entre las féminas del local. Todo un adonis. Echamos a suertes quién iba a pedir. Piedra contra dos tijeras, gané por goleada.
Al acercarme a la barra las piernas me temblaban (aunque algo menos que la voz) y las manos me empezaron a sudar. Levantó la cabeza y al verme me lanzó una sonrisa celestial con sus dientes sublimes de anuncio de dentífrico.Tres rondas más tarde y respaldada por la confianza que el alcohol suele otorgar, anoté mi número de teléfono en el billete con el que iba a pagar y se lo di. De nuevo otra sonrisa arrebatadora.
Di media vuelta sobre mis talones y salí del garito con mis comadres a quemar la noche.
Sobre las seis de la mañana volvía a casa y al abrirse las puertas del ascensor ahí estaba él!!
De haber tomado drogas creería que estaba alucinando pero el rubor que notaba en mi cara y la alteración en el resto del cuerpo, evidenciaban que realmente aquello estaba pasando. Ni tan siquiera alcancé a decir un hola:
- Vives aquí?
- Hola a ti también. Estoy en casa de unos amigos por un tiempo, mientras encuentro algo. A qué piso vas?
- ...yoooo, al tercerooooo.
Mientras en mi cabeza pensaba “No, no vuelvas a sonreír o tendré que abalanzarme sobre ti”
Apretó el botón del sexto y tal como se volvió a girar, cogió mi cara con las dos manos y me besó. Fue el mejor beso de la historia, dulce, tierno, apasionado...
Empezamos a quitarnos la ropa a la misma velocidad que el ascensor subía. Al llegar a su piso seguimos avanzando por el pasillo en dirección a su cuarto.
Creía que íbamos a estallar de tanta excitación. Nos tumbamos en la cama ansiosos y en ese momento mi vestido cayó al suelo.
Lo que pasó a continuación... Adivina qué?
Gatillazo.
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