viernes, 24 de abril de 2009

Silvia

Cualquiera que la haya visto correr por la cuesta que lleva hacia su casa habrá pensado que tanto apremio es por llegar tarde a algún evento con hora de inicio prevista. Nada más lejos de la realidad.
Abre el portal jadeando por el esfuerzo y sube las escaleras en cuatro zancadas. Entra en la casa y grita:

-¿Hay alguien?

No hay respuesta. Tira el bolso al suelo y lanza la carpeta encima de la mesa de la cocina. Mientras se desabrocha el abrigo echa una ojeada al reloj de pared; las siete y cuarenta y dos de la tarde. Abre la puerta de la nevera y saca la bandeja de los fiambres. Coge un trozo de queso y un tupperware con los restos de macarrones de la comida de ayer. Saca de la panera una barra de pan y arranca un trozo. Vuelve a mirar el reloj. Abre el cajón de los cubiertos, coge un tenedor y pincha de una vez tanta pasta como cabe. Se la mete en la boca y acaba de quitarse el abrigo que también deja caer al suelo. Corta con la mano un trozo de salchichón y antes de engullir los macarrones se lo mete en la boca. Mientras mastica se dirige al armario de los dulces. Coge el chocolate, las galletas y un bote con cereales. Se mete una galleta entera en la boca y acto seguido un pellizco de pan. Corta un trozo de queso y rebusca en el congelador. Al acabar de tragar se gira de nuevo en busca de los macarrones y esta vez con las manos, se mete un puñado en la boca. Sigue indagando hasta encontrar una tarrina grande de helado. Cierra con el pié la puerta. Saca una cuchara del cajón e intenta comerlo, pero aún está demasiado congelado y cuesta sacar una buena cucharada. Deja el helado abierto en la encimera de mármol y se mete de una vez un puñado de cereales. Se gira de nuevo a consultar la hora. Han pasado tres minutos. Continúa atiborrándose, devorando todo lo que está a su alcance y engullendo los alimentos a tanta velocidad como le es posible. Ahora ya no aparta la vista de las manecillas del reloj. Cuando las agujas marcan las siete y cuarenta y siete, traga lo que tiene en la boca y de una brazada aparta toda la comida arrinconándola a un lado. Han finalizado los cinco minutos que se había concedido.
Abandona la cocina y sube a la planta de los dormitorios, ahora ya sin prisa alguna. Prácticamente arrastrándose.
Entra en el baño, echa el pestillo y pone la báscula, que reposa apoyada en la pared, en horizontal.
Apoya la mano izquierda en la pared y la derecha en el mueble del lavamanos para aguantar su peso. Sube en la báscula con delicadeza, como con miedo a despertarla, y poco a poco se va dejando caer encima hasta soltarse por completo de sus puntos de sujeción dispuesta a enfrentarse al veredicto: cincuenta y ocho kilos, doscientos gramos.
Se arrodilla frente al retrete y en un gesto mecánico introduce los dedos índice y corazón en la garganta hasta producirse una arcada y vomitarlo todo. Al principio llegó a tener marcas de dientes en los nudillos por sus propias mordeduras. Ahora ya no. Devolver es para ella algo espontáneo, a penas le supone esfuerzo. Su cuerpo está ya tan acostumbrado que basta con producirse la náusea inicial y el resto viene solo.
Acaba, se pone en pié y tira de la cadena.
Se lava las manos, la cara y los dientes. Se incorpora y comienza a quitarse la ropa. Primero los zapatos, luego el cinturón, después los pantalones… cuando está totalmente desnuda se examina durante un rato ante el espejo. Se le marcan los omoplatos y los huesos de la cadera. Da la vuelta y gira la cabeza por encima del hombro para verse el culo. No le gusta lo que ve.
Coge de una estantería un bote de crema anticelulítica y un guante de crin. Se extiende la crema primero en una pierna y luego en la otra. También en la tripa. A continuación coge el guante y empieza a refrotarse los muslos con movimientos circulares. Cada vez más rápido y más fuerte, descargando su rabia. Tras unos minutos, resoplando, se detiene y se observa otra vez. Tiene la piel enrojecida.
Vuelve a coger el peso y repite el ritual. De nuevo apoya primero una mano en la pared, luego la otra en el lavamanos y se deja ir despacio, hasta soltarse por completo: cincuenta y siete kilos cuatrocientos gramos.
Rompe a llorar.
Baja de la báscula y le da una patada con el pie descalzo. Se sienta en el váter y apoya la cabeza entre las manos. Pasados unos minutos se sosiega un poco.
Abre un cajón, coge unas tijeras y las observa pensativa durante un rato. Con gesto resignado coloca el pulgar e índice en los orificios y empieza a cortar, uno tras otro, los mechones de su cabellera hasta quedar completamente trasquilada. Hay pelo esparcido por todos lados. Se pasa la mano por la cabeza palpando la forma del cráneo.
Vuelve a subir a la balanza, esta vez sin ceremonia alguna: cincuenta y siete kilos trescientos cincuenta gramos.
En un gesto enérgico, la agarra y la lanza con todas sus fuerzas contra el espejo rompiéndolo en mil añicos.
Se apoya en la puerta y se va escurriendo, despacio, hasta quedar sentada en el suelo. Llora víctima de un ataque de ansiedad. Se convulsiona y no puede contenerse. Tiene los ojos hinchados y parece que le vaya a estallar la cabeza. Finalmente se seca los ojos con el dorso de la mano y permanece inmóvil durante un rato, con la mirada perdida.
De nuevo se incorpora, recoge un trozo de espejo del suelo y se mete en la bañera. Pone el tapón y abre el grifo. Con la punta más afilada se hurga en la cara interna de una muñeca hasta que consigue hacer una incisión. Cuando esta empieza a sangrar, hace lo mismo con la otra.

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