domingo, 15 de noviembre de 2009

Blancanieves

Érase una vez una joven tan, tan bella que bien podría haber sido una mezcla entre Sienna Miller y Gisele Bundchen (la versión morena, claro) pero que además poseía el estilazo de Sarah Jessica Parker y la elegancia de Audrey Hepburn. Por si fuera poco, encima de beneficiarse de esa lotería genética resulta que la chica era un encanto. No tenía malicia ninguna y era amable, generosa y siempre -siempre- estaba de buen humor.
Un día su madrastra, la reina, ordenó a un soldado que la llevara al bosque y la matara pues no podía soportar los celos que sentía hacia ella. El soldado no pudo resistirse a los encantos de la muchacha, de modo que se apiadó y en lugar de acabar con su vida se limitó a abandonarla en el bosque.
Mientras Blancanieves (Blanca para las amigas) deambulaba por el monte sin saber muy bien qué hacer, se encontró con un grupo de siete obreros que trabajaban en una mina cercana. Los chicos se sorprendieron al encontrarla ahí sola y cuando ella les contó su historia se ofrecieron a alojarla en la casa que compartían, hasta que tuviera algún plan o encontrase un trabajo.
Pasaron los días y Blanca fue cogiendo confianza con ellos hasta tal punto que ya les llamaba por sus motes y se sentía feliz por haber encontrado unos amigos tan buenos.

En primer lugar estaba el Sabio, también apodado “Alfonso X” por el resto cuando querían picarlo. Pecaba un poco de listillo ya que fuese cual fuese el tema de conversación él era siempre el que más conocimientos tenía. Y cuando no era así los inventaba. El caso era quedar siempre por encima del resto. El Sabio fue el primero que intentó conquistar a Blanca pero ella no se sentía atraida por él. Así que se lo hizo saber y lejos de sentarle mal, como era una tía divertida y genuina pensó que valía la pena conservarla como amiga. Y así fue.

También estaba Gruñón. Era primo hermano del pitufo y debía venir de familia porque también era un poco cascarrabias. Pero salvo eso, era un buen chico. Gruñón también se sintió atraído por Blanca e inició su particular cortejo, (hasta dejó de renegar durante ese período) pero sentía que ella le respondía con evasivas así que pasado un tiempo abandonó la idea.

Feliz era otro de los chicos. Le llamaban así por su afición al cannabis. En cuanto salía de la mina y llegaba a casa lo primero que hacía era liarse un peta y se pasaba el resto de la tarde riendo por cualquier tontería. Blanca se lo pasaba muy bien con él. Y él con ella, claro. De hecho durante alguno de sus globos sintió que de verdad la quería y que tendría que hacer algo al respecto, pero al final entre que se le olvidaba o le daba pereza nunca llegó a lanzarse.

Uno por el que ella sentía especial cariño era Mudito. El origen de su alias era debido a que el chaval era un poco tartaja y como se sentía acomplejado, no hablaba mucho. Era el más majo de los siete y además muy cariñoso. Mudito también sintió el flechazo por Blanca y como no se atrevía a decírselo de palabra, acabó por escribirle una carta pero por un motivo u otro nunca encontraba el momento adecuado para dársela. Así que fueron pasando los días hasta que la cosa quedó en nada.

Luego estaba Dormilón. Recibió ese nombre porque era buena gente y lo consideraban su amigo pero evidentemente le quedaba corto. Dormilón era más perro que Niebla. En el curro no daba un palo al agua y también se escaqueaba de los quehaceres domésticos todo lo que podía. Una noche decidió lanzarse y le propuso a Blanca que comenzaran una relación de pareja. Ella no supo qué decir y cuándo el otro vio su cara de póker se excusó por haber sido tan atrevido. De todas formas nunca habría funcionado porque él era un vago y por el contrario Blanca era más bien hiperactiva. Así que se levantó, le dio un beso de buenas noches y se fue a la cama.

Uno de ellos, por raro que pareciese, no tenía ningún sobrenombre. Hasta que Blanca llegó al grupo y fue ella misma quien lo bautizó. Como era el más joven de todos, tenía recién cumplidos los dieciséis, le llamó Mocoso. A priori puede que suene algo despectivo, pero como fue ella la promotora de la idea y el chico la idolatraba sobremanera aceptó gustoso su nuevo seudónimo.

Y por último estaba Tímido. Era un sevillano que ni había conocido la vergüenza, ni sabía de qué color era. Tímido era el descojone del grupo, se le ocurría una detrás de otra y pasar una tarde con él era sinónimo de acabar con agujetas en los abdominales de tanto reír. Por eso, el chico pensó que tenía alguna oportunidad con Blanca (¿qué hay mejor para seducir, que hacer reír a una mujer?) hasta el día en que ella le dijo que lo quería como si fuera su propio hermano. Fin del posible affaire.

Pasaron los meses y los ocho seguían con su convivencia en perfecta armonía, hasta que un día la madrastra le preguntó al espejito mágico y descubrió que Blancanieves seguía con vida. Envenenó la manzana, se disfrazó de abuelita y salió al bosque a buscarla. Todos conocemos la historia, así que ya sabemos como sigue. Muerde la manzana, cae en coma profundo y los obreros quedan destrozados porque ella no despierta.

Bajo prescripción médica, decidieron ponerla en una cámara de hipoxia como la de Raúl (eran un poco merengones los obreros) aunque para ello hubieran de pedir créditos a unos tipos de interés desorbitados, rehipotecar sus viviendas de protección oficial y renunciar a las vacaciones de los próximos diez años. Todo por Blanca. Nunca habían conocido a nadie como ella y si existía alguna esperanza de que mejorara, harían todo lo que estuviera en su mano (o en sus bolsillos) para que así fuese. Ni se les pasó por la cabeza el más ínfimo atisbo de duda en ningún momento.

Fueron pasando los meses, los años incluso y no hubo ninguna mejoría.
El trabajo en la cantera fue a menos y cada vez eran más insistentes los rumores de una posible reestructuración de empleo para paliar la crisis. Si eso sucedía, cada uno de ellos sería destinado a diferentes excavaciones en cualquier parte del país y tendrían que decidir qué hacer con el cuerpo de Blancanieves. Se abrió el debate entre ellos: eutanasia sí, eutanasia no… No sabían que hacer ni durante cuánto tiempo más podrían sostener esta situación.

Un buen día, mientras el príncipe azul (que era pariente lejano del primo pitufo del obrero gruñón) paseaba por el bosque descubrió la cámara que mantenía a Blanca con vida. Impulsado por la curiosidad, se apeó de su caballo y se acercó, quedando instantáneamente cautivado por la belleza de la muchacha.
Durante los años de formación real, le explicaron cómo debería actuar si alguna vez se encontraba ante una situación como aquella. Así que sin dudarlo, presionó el botón de apertura automática de la puerta y acercó sus labios a los de ella fundiéndose en un beso tierno que la hizo despertar de su letargo.
Cuando Blanca abrió los ojos examinó curiosa a su príncipe. Era calcado a Andrés Velencoso, tenía unos brazos como los de Nadal, unas manos perfectamente cuidadas (manicura recién hecha, sí) y un tono de voz grave, masculino y muy muy sexy. Para más inri, vestía de Louis Vuitton.
A medida que lo fue conociendo descubrió que además era ingenioso, así que por primera vez en la vida Blanca sintió que se había enamorado. Nada menos que de ¡un príncipe! que es incluso mejor que un dentista.

Durante la primera semana, apenas si salieron de la alcoba real. El sexo era increíble y ella jamás había experimentado unos orgasmos tan intensos.
Días después Blanca volvió a visitar a sus compañeros que se mostraron algo recelosos ante el príncipe. Le estaban agradecidos por haberla despertado, pero aún así hablaron con ella y la advirtieron que no se dejara cautivar tan fácilmente por esa apariencia, que olía a gato encerrado y que los niños ricos y encima guapos como él lo habían tenido todo tan fácil en la vida, que no sabían valorar las cosas ni a las personas en su justa medida. Ni siquiera a alguien como ella.

Blanca pensó que estaban algo celosos y que, en parte, era normal su preocupación. Aún así no podía dejar de imaginar su futuro junto a él. ¡Irían a las Seychelles, Barbados y a Bali! Tendría un niño que se parecería a él y una niña que sería su réplica en miniatura, redecoraría el palacio real y se apuntaría a clases de yoga. ¡Se sentía tan feliz!
Esa tarde el príncipe fue a visitarla a su casita del bosque. Ya llevaban casi un mes de relación y Blanca se pasó toda la tarde cocinando para cuando él llegara. Cuando al fin se presentó, una hora y media más tarde de lo que habían quedado, ella estaba tan contenta de verle que no pudo ni regañarle. Él le contó que se había entretenido en la taberna con los amigos porque daban un partido de liga y al final había habido prórroga, pero al ver que la muchacha no le pedía más explicaciones no se alargó mucho más en su excusa. Ni siquiera sintió la necesidad de murmurar una disculpa, de modo que no lo hizo. Cenaron, se fueron a la cama y tras hacer el amor apasionadamente Blanca envalentonada por el vino de la cena y embriagada a su vez por la adoración que sentía hacia él, pronunció las palabras mágicas: Te quiero.

El príncipe sintió como un escalofrío recorrió su cuerpo y contestó con un educado “gracias”. Ella pensó que tal vez fuera pronto para él, pues ya se sabe que los hombres son más reticentes a mostrar sus sentimientos. Aun así no le dio mayor importancia y se durmió.
Cuando el príncipe se percató de que Blanca por fin estaba dormida, se levantó sigilosamente de la cama y sin hacer ruido se vistió, montó a lomos de su caballo y partió al trote hacia el castillo.
Por el camino recordó que recientemente se había instalado en la corte una viuda con sus dos hijas y una hijastra. Cenicienta, creía haber oído que la llamaban, no estaba seguro. De lo que no tenía la menor duda es que la chica en cuestión tenía un buen par de peras. Tal vez mañana se hiciese el encontradizo con ella.

viernes, 13 de noviembre de 2009

CÁNCER


Se levanta de la cama decidida a pasar página. Sabe que a primera hora de la mañana es cuando piensa con más claridad. A medida que avanza el día la sensiblería se apodera de su mente de tal forma que a última hora de la noche es la nostalgia quien manda sobre el juicio. Así noche tras noche, desde que él la dejó.

Mientras está sentada en el inodoro repara en el vaso de los cepillos de dientes. Coge el de él y lo lanza a la basura.

Vuelve al dormitorio y deshace la cama arrojando al suelo con indignación las sábanas. Durante las tres últimas semanas se ha refugiado en ellas, inspirando su olor. Aferrándose, como si eso fuera a devolverlo de nuevo a su cama.

No hay más ropa sucia en el cesto, así que a pesar de sus convicciones ecologistas, pone una lavadora.

Cuando la cafetera hierve abre la puerta de la nevera y saca un brik de leche. Lo observa, reparando en que es entera. Recuerda que dejó de comprar desnatada porque en una ocasión él comentó que aquello era “aguachirri”. Vacía el bote en el fregadero y decide tomarlo solo.

Es consciente de que aún está lejos de olvidarle, apenas ha pasado la fase de desconcierto y está entrando en la de rabia. Si fuera creyente rezaría para que llegara pronto la resignación porque sabe que junto a ella llega el olvido. Pero no lo es.

Del mismo modo que aunque no sea devota, está convencida de que Dios, en el supuesto que existiese, la está poniendo a prueba. No hay otra explicación.

Es la historia de su vida que se repite una y otra vez. Siempre acaba dando con tipos alérgicos al compromiso. O que han salido recientemente de una tortuosa y larga relación. O están emocionalmente capados. O una combinación de todas las anteriores. Sea como sea, lo cierto es que ella nunca se siente en posición de reclamar porque, claro, ya se lo habían avisado desde un principio.

En cualquier caso, ha decidido que a lo largo de la mañana irá al súper a comprar leche desnatada. Hoy dejará el móvil apagado y metido en un cajón para no andar consultando cada quince minutos si tiene alguna llamada perdida y cuando llegue la noche se acostará en el medio de la cama, respirando el olor del suavizante en sus sábanas limpias.
Y se siente mejor por eso, inconsciente de que esa misma noche mientras duerma, un nuevo trozo de costra dura crecerá en su interior, recubriendo parte de su corazón.


miércoles, 11 de noviembre de 2009

LA SUMISIÓN


La mujer que ahora está tomando un helado de vainilla en la primera mesa de este café lo ha tenido siempre muy claro. Busca (y buscará hasta que lo encuentre) lo que ella llama un hombre de verdad, que esté por la labor, que no pierda el tiempo con detalles galantes, en gentilezas inútiles. Quiere un hombre que no preste atención a lo que ella pueda contarle, pongamos, en la mesa, mientras comen. No soporta a los hombres que intentan hacerse los comprensivos y, con cara de angelitos, le dicen que quieren compartir los problemas de ella. Quiere un hombre que no se preocupe por los sentimientos que ella pueda tener. Desde púber huyó de los pipiolos que se pasan el día hablándole de amor. ¡De amor! Quiere un hombre que nunca hable de amor, que no le diga nunca que la quiere. Le resulta ridículo, un hombre con los ojos enamorados y diciéndole: "Te quiero." Ya se lo dirá ella (y se lo dirá a menudo, porque lo querrá de veras), y cuando se lo haya dicho recibirá complacida la mirada de compasión que él le dirigirá. Ésa es la clase de hombre que quiere. Un hombre que en la cama la use como le apetezca, sin preocuparse por lo que le apetezca a ella, porque el placer de ella será el que él obtenga. Nada la saca más de quicio que uno de esos hombres que, en un momento u otro de la cópula, se interesan por si ha llegado o no al orgasmo. Eso sí: tiene que ser un hombre inteligente, que tenga éxito y con una vida propia e intensa. Que no esté pendiente de ella. Que viaje, y que (no hace falta que lo haga muy a escondidas) tenga otras mujeres además de ella. A ella no le importa, porque ese hombre sabrá que, con un simple silbido, siempre la tendrá a sus pies para lo que quiera mandar. Porque quiere que la mande. Quiere un hombre que la meta en cintura, que la domine. Que (cuando le dé la gana) la manosee sin miramientos delante de todo el mundo. Y que, si por esas cosas de la vida ella tiene un acceso de pudor, le estampe una bofetada sin pensar si los están mirando o no. Quiere también que le pegue en casa, en parte porque le gusta (disfruta como una loca cuand le pegan) y en parte porque está convencida de que con toda esta oferta no podrá prescindir jamás de ella.
QUIM MONZÓ.